LA ANDALUZA

Faltaban muchos años para que supiéramos qué era eso del consumo, incluso para que supiéramos qué era tener una televisión en casa, o un coche a nuestra disposición. Estábamos en La Andaluza, la tienda de tebeos (y chucherías) o en sus alrededores. Calle Checa (una de esas calles de Torrero de ocho metros de anchura como mucho, pero asfaltada con cemento desde siempre) casi esquina con Ruiz Tapiador (ésta un poco más ancha pero sin asfaltar, puro monte, y en pendiente pronunciada hacia el canal). En el cruce de ambas calles (o en su cercanía) se localizaba gran parte de la oferta comercial de esta parte del barrio: la tienda de comestibles del señor Tomás; la verdulería que tenía clavados en las paredes carteles antiguos de cine; la barbería de José María, encargado también de poner inyecciones; la farmacia donde nos podíamos pesar de vez en cuando; un poco más allá el horno-panadería, donde previa anotación te fiaban hasta el fin de semana; la carnicería de Vitorino, el primer hombre que yo haya visto completamente calvo; otra verdulería (la de Mateo) y la ya mentada tienda de chucherías y tebeos. Y además la casa de Emilia (la loca) a la que se accedía por la cuesta (cerca de la farmacia) pero cuyos balcones, a los que se asomaba la demente dejando caer pelos a la calle parsimoniosamente, daban a la misma calle Checa. Frente a La Andaluza vivía y daba clases un señor en silla de ruedas. Se decía que se hallaba así desde que le había dado un pasmo viendo un partido del Real Zaragoza en un domingo desapacible y de intensa borrasca, así de fiel había sido a su equipo. El inválido (o alguien cercano a él) enviaba a un chico a la puerta de La Andaluza a gritar: a latín, a latín… para recoger a los alumnos que gozaban de un breve esparcimiento en la tienda de tebeos. Entonces debía ser yo muy pequeño y quizá debí preguntar: ¿qué es eso de latín? Y quizá alguien me debió responder: creo que es un idioma antiguo, el de los romanos y los curas.