LA SILLA Y LA ESPADA

Podría ser una obra de esas de ocurrencia: a ver quién la hace más gorda. A distancia, claro, pero en la senda del mejicano Orozco, de Hirst, de Koons y de tantos otros que agradecidos a Duchamp triunfan hoy en día con obras, como poco, espectaculares… Sería una especie de readymade combinación de silla y espada. Una silla de aspecto clásico, estructura de madera con asiento mullido, quizá tapizado con tejido grueso en un color ocre oro viejo. Del centro del asiento debería emerger la hoja afiladísima y brillante de una espada con, al menos, dos palmos de altura: un pincho agudísimo que diera escalofríos sólo con verlo. Esta obra, por razones obvias y para evitar tentaciones macabras o dramáticos descuidos, no podría exponerse accesible directamente al público. Su exhibición más lógica sería en el interior de una vitrina bien cerrada. Una lástima, porque este encierro al eliminar toda sensación de peligro neutraliza el impacto imprescindible que la obra debe transmitir. Ese impacto (de esencia surrealista) se deriva de la presencia de un objeto familiar de uso inocente y cotidiano, como es la silla, que se torna imposible e inquietante, o acaso criminal, por la intromisión de un arma de guerra (la espada) en una posición y en un lugar que no le son propios. Eso sí, se trata de un arma anacrónica y pasada de moda con una función, en la actualidad, ornamental en todo caso. El recurso más obvio para recuperar la emoción perdida a causa del encierro de la obra sería su multiplicación: imagínese una sala con la iluminación adecuada (poca luz y centrada) en la que encontramos veinte, treinta, cincuenta o cien piezas iguales debidamente alineadas. Qué envidia para algunos: máximo impacto con mínimo trabajo.