En mi ciudad ahora todos procesionamos. Vaya a saber usted el motivo preciso: unos por armar ruido con los instrumentos, otros por vestirse de romanos o ponerse un capillo y jugar a que no los conozcan, algunos también por fervor religioso, otros por seguir lo que hicieron sus padres, otros por ir con los amigos y sentirse de un grupo: que la soledad es muy mala, piensan. El resultado es que todos nos vestimos de forma fantasiosa con telas brillantes de diferentes colores, con capas y ropajes largos, de aire antiguo o vagamente religioso. No es obligatorio, pero muchos cubrimos nuestras cabezas con gorros y terceroles o con esos capirotes que recuerdan a los condenados a garrote que pintara Goya. Así formamos una enorme masa que contiene a todos los habitantes de la ciudad. Hubo un tiempo en que esa comitiva sólo la formaban los que estaban obligados por alguna circunstancia o sentían la imperiosa necesidad de hacerlo. Eran de ver las bandas, medallas y escapularios de las autoridades o aquellas señoras que iban descalzas y hasta con cadenas atadas a los tobillos o la cara compungida del preso que se indultaba. Ahora en cambio, nada de aquellos primitivismos en los que participaba tan poca gente. En la actualidad nadie nos obliga pero nos encanta a todos hacer filas interminables y procesionar alegremente durante horas y días. Tocamos el tambor, el bombo o las chirivías y componemos hermosas coreografías en las que incluimos a algunos de los numerosos santos de nuestras iglesias. Formamos una cortejo estruendoso y tan numeroso que ocupa, a la vez, todas las calles de la ciudad, y da al mismo tiempo para salir por la carretera y enlazar con la comitiva que se forma en la ciudad vecina, igual de numerosa que la nuestra pero ni de lejos tan vistosa.