De vuelta a mi ciudad (Viena), sentí la imperiosa necesidad de confesar. Ya en pleno centro me acerqué a la Kirche St. Peter. Recordaba con claridad que en esta pequeña iglesia, de un ineludible barroco, me había confesado por última vez. Hice la cuenta y me asombré al comprobar que habían pasado casi 52 años. Salvo la inédita efigie de un santo que llevaba gafas, en esencia, todo permanecía igual. Me arrodillé ante aquel mismo confesonario y tras el avemaríapurísima de entrada, le dije al cura:
—Qué padre, ¿algún pecadito?