NO TENÍAMOS LLAVE

No recuerdo que de niños usáramos llave de casa. En mi barrio simplemente llegabas a casa y allí siempre había alguien o tenías la puerta abierta o si estaba cerrada porque, de forma imprevista, se habían ausentado, esperabas un rato fuera. Esta última debió ser la circunstancia en la que me encontré cuando una tarde quise refugiarme en casa y no tuve más remedio que hacerlo en el retrete al que se podía acceder directamente franqueando dos puertas que solo se cerraban de noche y que compartíamos con los vecinos del interior del patio. Una vez dentro recuerdo la ingenuidad de echar el voluminoso cerrojo con el que se aseguraba la puerta del escusado desde dentro. El motivo por el que me tuve que esconder no fue la persecución del temido guarda forestal (el tuerto que vigilaba el bosque de pinos que casi llegaba a nuestra calle), como había ocurrido alguna otra vez, sino el miedo que me invadió al presenciar una puesta de sol particularmente luminosa y deslumbrante. De repente, esa tarde, me pareció que la luz del atardecer, que por encima de las copas de los árboles teñía de rojo las nubes y las fachadas más altas de la calle África era especialmente sangrante y amenazadora: era el fin del mundo, la bomba H de la que hablaban los niños (sin saber de qué hablaban) habría estallado en algún sitio no muy lejano.