Quería encontrar una palabra y no me venía a la mente. Se trataba del nombre de un animal, más concretamente un crustáceo. Lo había visto muchas veces deambulando por el fondo del mar en los documentales. Digamos que era como una gamba gigante con su exoesqueleto protector, sus patas y sus largas antenas. De carne blanca muy apreciada en las mesas, se discutía ahora si el animal sufría o no al ser cocinado. Había visto también que al mantenerlo cautivo en estrechos acuarios (esperando el sacrificio) se le ataban las pinzas (enormes para su tamaño) a fin de que, presa del estrés, no se enzarzara con sus compañeros de infortunio. Al mismo tiempo sabía que en nuestro diccionario zoológico compartía nombre con otro animal, éste insecto, capaz de volar (a su manera peculiar) ciertas distancias y con alguna presencia en los mitos del hombre (hasta llegar a aparecer en forma de plaga en la propia Biblia). Dos animales pues, con el mismo nombre vulgar pero, hasta para la mirada más distraída, completamente distintos aun compartiendo ambos ojos saltones, el par de antenas, un mismo número de patas y el exoesqueleto protector. Ya sé, para encontrar ese nombre, podía consultar un diccionario ilustrado, remitirme a los títulos de David Foster Wallace o leer la Biblia; pero era un reto, sin necesidad de ayudas, tenía que volver a mi mente la palabra, ese nombre…