Qué bonitas son las banderas. Sí, cada tribu tiene la suya. Pero a mí me gustan si no representan a nadie, cuando no significan nada o su uso es puramente funcional (banderas de señales): una simple superficie plana con colores rotundos y definidos. Una fiesta de color. Es bonito que ondeen al viento: es como si estuvieran vivas. Pero si las banderas ondean al viento y hay gente detrás que se emociona es el momento de inquietarse: echa a correr mientras puedas, el odio está cerca. El objeto bandera me gusta porque no admite matices ni demasiados colores: uno, dos o tres a lo sumo y bien saturados. Trasladar la imagen al plano simbólico es de lo más esclarecedor: pocas ideas y sin matices (adhesión absoluta). No sé de dónde había sacado la idea (que me sorprendía, claro) de que el color más repetido en las banderas era el azul. No, parece que los colores que ocupan más banderas en el mundo son el blanco y el rojo. Todas las banderas son de traca, pero unas parecen más de broma que otras. Como ejemplo la del Emirato Caucaso Norte (una república que sólo duró unos meses), la de la República de Zamboanga, la de la República de Anguila o la del Reino de Benin. Lo peor es que ya hay quien tiene una bandera preparada para el planeta Marte.