Se apellidaba Romero y presumía de ser un extraterrestre apoyándose en unas ligeras peculiaridades faciales (piel que parecía más aceitosa que la nuestra, ojos un poco rasgados y cejas de asombro permanente). No concretaba si venía de otra galaxia o simplemente de un planeta vecino. Para demostrar su procedencia emitía un variado repertorio de sonidos bucales y se lanzaba desde el banco en el que nos sentábamos, a modo de supermán casero. Aunque hablar nuestro propio idioma sin acento, tener una familia aparentemente normal, ir vestido con pantalones cortos y jersey de pico y estudiar en nuestro colegio podía formar parte de un estudiado camuflaje marciano, ninguno de nosotros creyó que fuera un extraterrestre verdadero: no nos cuadraba el disimulo perfecto con su fanfarria alienígena, sus saltos eran poco convincentes y una vez que me invitó a su casa descubrí en la mesa de la cocina un sobre dirigido a la familia Romero remitido desde Carboneras de Guadazaón. ¿Por qué Carboneras? No era fácil creer que una civilización alienígena hubiera establecido su base secreta precisamente en Carboneras de Guadazaón.